Es difícil echar de menos
algo que no conoces. Yo sí había conocido el mar, aprendí a nadar lo justo para
no ahogarme cuando era pequeña. Pero llevaba tantos años contemplándolo
desde la orilla, que no lo echaba de menos. Nunca me ha parecido malo. En la orilla hacía castillos de
arena, pasaba horas compartiendo toalla con personajes de todo tipo, me divertía jugando con
los cangrejos y las gaviotas. La arena me proporcionaba todo lo que necesitaba.
Un día, sin
premeditación, sin pensarlo, sólo porque sí, decidí meterme en el agua. Su
color era diferente al de otros días. En realidad, creo que fue el mar quien me invitó a
entrar. Me di un chapuzón rápido. El agua templó mi cuerpo, que parecía llevaba
siglos congelado. Al principio no me fié e intenté mantenerme fría, pero la espuma y el
brillo del agua me dieron confianza. No me asustaron las olas, sólo nadé unos
metros por la superficie y, de repente, no sé cómo, volví a la orilla.
Desde ese día recuerdo lo que era bucear, por eso he empezado a echarlo de menos, pero te
contemplo nadando en el mar desde el acantilado más escondido. Ni siquiera sabes que estoy ahí. Ni tú, ni nadie.
No soy de las que se
tiran a la piscina, mucho menos al mar. Por un lado, las sirenas y los delfines apenas te dejarían verme. Por
otro lado, las rocas podrían matarme y las olas son salvajes. A ti siempre te ha gustado surfear,
pero yo soy demasiado frágil para plantarles cara.
Quien no se lanza, no gana, lo sé, pero a veces
sólo se puede perder. Desde la cima del acantilado puedo quedar tocada, pero sólo si salto podría quedar hundida.