lunes, 7 de diciembre de 2015

MIcrocuento



A veces se preguntaba por qué parecía la única soltera del universo. No le preocupaba, tenía una vida muy feliz. Además, ella no se podía conformar con la mayoría de hombres con novia que conocía. No, ella estaba bien sola, y si algún día estaba con alguien sería porque cumplía sus requisitos, porque una mujer no se vende a cualquiera, porque no depende de un hombre. Así que empezó a pensar en los requisitos mínimos que tenía que cumplir ese hombre.

Tenía que ser buena persona, muy buena persona. Atractivo, inteligente y bueno con casi todo, pero a la vez humilde. Tenía que ser alto, a poder ser moreno. No hacía falta que fuera especialmente guapo, ni que tuviera el índice de masa corporal recomendado por las revistas de moda, pero sí necesitaba unos dientes bien colocados, una sonrisa divina. Comprometido socialmente. Con las mismas ideas políticas que ella, claro. Que no desencajara en la familia. Sincero, muy pero que muy sincero. Comprometido, fiel, pero un poquito despegado, ella necesitaba su espacio. Es más, quería un hombre que pudiera estar ahí siempre que ella necesitara pero que desapareciera cuando ella quisiera estar sola o con sus amigos. Tenía que ser un hombre feminista, claro. Y con trabajo, con un buen trabajo relacionado con sus estudios. Que le gustara salir de vez en cuando, que supiera conjugar todos los tiempos verbales, que no se viciara demasiado con las consolas. Entre su edad y 5 años más. Que le gustase leer. Apasionado, pero que no le pidiera cosas que a ella no le apetecía. Tenía que estar en el punto exacto entre lo atrevido y lo tradicional. Desenfadado. Desaliñado. Sin gomina, por favor, sin camisas, por favor, pero con un buen perfume y una perfecta barba de una semana. Que le gustara viajar con mochila. Abierto, aventurero, que cuidara de las personas de su alrededor, pero sobre todo de ella sin que se notara, pues no le gustaba sentirse vulnerable. Debía dominar mínimo dos idiomas. Y ser de pelo fuerte y de manos grandes. Que le gustase Tarantino y odiase a Romeo Santos. Sobre todo, debía ser muy divertido, hacer reír a la gente y hacerles sentir a gusto en su compañía. Que se riera con ella, que valorase el humor negro, que la tratara genial pero aceptase que ella a veces no le trataría tan bien, pues podía ser muy borde. Que no fuera cursi, pero que le dijera lo que necesitaba cuando lo necesitaba. Cariñoso en un grado justo, sin llegar al empalague y sin ir de la mano por la calle. Mejor que viviera cerca, para verse a menudo pero no vivir juntos aún, ella valoraba mucho su independencia. Que supiera cocinar, y comer, que no midiera las calorías continuamente pero que no se hinchara de grasas trans. Que se moviera, pero no fuera demasiado deportista. Que no necesitara que su chica estuviera siempre a base de ensaladas, porque la vida hay que disfrutarla.

Y así siguió, elaborando su lista mental, sonriendo al imaginarse ese hombre que ella creía imperfecto, pero perfecto para ella. Dejó sus pensamientos y volvió a conectar con el mundo real al oír la voz de la enfermera. Y recordó su cama, su respirador y cómo su vida por fin terminaba, a sus 89 años, buscando todavía la perfecta imperfección.